segunda-feira, 31 de outubro de 2011

Hoy nadie sabe esperar


Foto tirada na Sinagoga de Castelo de Vide
En nuestra cultura, una de las coordenadas que probablemente más ha cambiado es la de la temporalidad. Apenas unas décadas atrás, cuando un hombre concebía una meta cualquiera (comprar un coche, cambiar de casa, casarse, etcétera), reparaba en el tiempo. Precisamente por eso se imponía plazos, sujetándose a un calendario previamente establecido, en el que se marcaban los hitos principales que habrían de jalonar el curso y desarrollo del proyecto así concebido.
Tal modo de proceder nos parecería hoy obsoleto. Hoy, se compra por adelantado, sin las fatigosas paciencias de antaño de esperar a haber reunido el precio de lo que se compraba. Hoy, no se alimentan y acrecen las ilusiones mientras se trabaja para, más tarde, realizar un crucero, sino que primero se realiza el crucero y más tarde se paga, aunque haya que trabajar para resarcir la deuda contraída en el pasado.
Ante el deseo de presenciar cualquier espectáculo –una película, un partido deportivo, etcétera– hoy basta con hacer «clic» y tal deseo se realiza instantánea y misteriosamente ante nosotros. Nada de particular tiene, una vez que nuestras demandas se satisfacen tan puntualmente, que el hombre contemporáneo ya no sepa esperar; más aún, que se frustre terriblemente siempre que está forzado a hacerlo. Estamos en la cultura del instante, en la cultura del «clic», un cambio cultural éste que puede parecernos intrascendente, pero que en absoluto lo es.

LA CULTURA DEL INSTANTE
La cultura del instante significa, entre otras cosas, la ruptura y disolución del continuismo de la duración. Se ha roto definitivamente el eje que entrevera el pasado, el presente y el futuro, es decir, la historia. Y como ahora sólo importa el instante, la historia ya no existe. Todo lo que no es ya, ahora, sencillamente no existe.
La historia ha devenido en un mito legendario, que siendo incapaz de darnos cuenta de lo acontecido, resulta todavía más impotente para iluminar nuestro presente. Una vez que el hombre se ha desvinculado de su pasado –que en tanto que no es este instante presente, no es en absoluto– con mayor facilidad se liberará de su devenir, que todavía no ha llegado a ser y que ni siquiera fue.
Sin pasado y sin futuro sólo le queda al hombre la instalación en el instante presente. Pero desde esa instalación, nada puede anticipar (hacer una prospección del futuro de manera que con mayor probabilidad se realice lo proyectado) y nada futurizar (beneficiarse de la experiencia del pasado para atisbar las trayectorias por las que irá el futuro).
El tiempo humano acaba así por escindirse y estallar en instantes sueltos – todo lo placenteros que se quiera –, pero inarticulables e invertebrados, que la conciencia humana es incapaz de entrelazar e integrar en una unidad de sentido que sirva como fundamento de la identidad personal.
Sin pasado y sin futuro, sin un proyecto biográfico y personal coherente que hunda sus raíces en el pasado y tenga su meta puesta en el futuro, la identidad personal forzosamente tendrá que volatilizarse, al consistir en apenas la identidad de ese concreto instante.
Si la duración se reduce a mero instante, nada puede el hombre recordar y nada puede predecir. Impedido para hacer pie en su experiencia del pasado, resulta impotente también para proyectarse hacia el futuro. Surge así el extrañamiento del yo, al no disponer de las necesarias coordenadas referenciales en las que fondear, hacer pie y orientarse respecto de quién es y qué quiere realizar.
Cada instante se percibe así como algo diferente al anterior y al posterior. Pero esas diferencias instantáneas, condenan al hombre a la indiferencia del incompromiso, al no poder vincularse a nada de cuanto le rodea. El hombre deviene así en un conglomerado de instantes diferentes, solitarios, ingrávidos e impermeables entre sí, hasta el punto de resistir todo intento de articulación y encadenamiento entre ellos."
Aquilino Polaino-Lorente

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